Por Luis Orlando Rodríguez Rodríguez
Un nombre de mujer, aparentemente intacto por el paso del tiempo, irrumpe la literatura para refugiarse en la letra fílmica y en las manos de una amistad, la de sus creadores, acaso venidos a personajes centrales de ambas historias. De nombre preciso, Esther, y de recorridos más insospechados, en alguna parte, Gerardo Chijona prefirió encerrar en este agudo nombre y en la incógnita circunstancia, su más reciente película que es un canto a la amistad en la temporalidad de alfa y omega, en la génesis y en el fin.
Inspirada en la novela homónima de su entrañable amigo Eliseo Alberto Diego (Lichi), Esther… se redefine en estructura cinematográfica con la ductilidad de quien no teme el traspaso de una de las novelas más sánscritas de las concebidas por Lichi al lenguaje del séptimo arte. Eso sin perturbar la originalidad del relato de marras. De manera casi prístina ocurre su transferencia, y con ella el respeto por la obra fundante, pero también cierto encorsetamiento guionístico que en ocasiones daña el cauce y soltura de la historia.
Parvos son los espacios audiovisuales cubanos defendidos por actores en la tercera edad y también desoídos, en la vida, sus discursos. Parece ser esta la ocasión para rebelarse de toda suerte echada o destino manifiesto, sin excesiva comicidad (Los abuelos se rebelan), ni convulsa melancolía (Reina y Rey). Dilecta de hacerlo, el realizador, a la manera de transfigurar la tristeza en alegría, que es distinto de poner el mismo sentimiento al servicio de la comedia. No es un acróbata Chijona, pero sí capaz de orientar las emociones hacia un calibrado de dolor discreto en beneficio del amor, que es la mayor fiscalización afectiva del filme. Enhorabuena.
Resulta harto difícil la empresa de combinar, palmo a palmo, optimismo con iconoclasia en la pretensión de ‘comedia triste’ para el cine, amén de ser más que un hecho cinematográfico, un hecho factual. La vejez es una altura en la vida de los hombres abundante en raseros, anecdotismo retórico y cierres ‘triunfalistas’ como testimonio del existir. Pero sin quitar irreversibilidad al proceso y sin renunciar al reverso por la experiencia vivida –si perfectible-, también admite con sorna, el caudal de frustraciones y desesperanzas raramente resueltas, menos puestas en evidencia. Cumbre o abismo según su dueño, donde los años pesan, y no solo pasan, se le responsabiliza de conducir a la inercia biológica, y a la desmovilización, no si se tiene vencida la impericia y resuelto aquel adagio que reza nunca es tarde si la dicha es buena. En esa transición empantanada vive el personaje protagónico, monumento de 90 años, que exhala inconsciente restauración. A Lino Catalá (Reynaldo Miravalles) le quedó, después del deceso de su esposa y quizás antes de su partida: comprar el periódico en el estanquillo al compás de Radio Reloj, adquirir productos del agro, por desocupado e insomne, y llevar a Totó (hijo de su sobrina) a cumplir con su formación, como ciclismo de tareas, más sedentario que deportivo. Y nada más que eso resume la adyacencia y, peor aún, la intersección con la tercera edad, que parece el mismo tercer mundo biológico.
Su posicionamiento familiar alcanza la talla de medio básico o ¿activo? fijo ¿tangible? Halaga a la lectura la interrogación y abruma la verdad afirmada. Está fijo, inmóvil y postraumado. Lo peor de ser Lino no es que la familia no se fije en él, lo peor de ser viejo es que la familia ni siquiera lo recuerda, en las más entusiastas y competentes formas del ser, las que ven arcaizadas y desatribuidas por el paso del tiempo.
En el anverso y justo para su complemento, presentan a Arístides Antúnez (Enrique Molina), caracterizado en su polisemia identitaria con tino y tibia exageración. Es la antítesis, al menos lo es en los inicios, de todo lo que representa Lino: hombre de las artes gráficas, pero más rotulado en lo fabril que en lo artístico, más dispuesto en la estandarización y la serialización. Linotipista, de ahí su apocopado nombre, ‘el Mago’, por lo que logra con sus manos sobre el papel, se revela insuficiente pareja amatoria de Maruja (de cuerpo, Daysi Granados, de garganta, Moraima Secada). Y las costuras de la historia estallan cuando un artista excéntrico y metamorfoseado, interpretado por Molina, se encuentra con un obrero de sol a sol, o de tinta a tinta, en los predios mortuorios de Maruja. El encuentro intercultural es simpático. Y para los que desconocen, se están reuniendo además, maestro y discípulo en los campos de la actuación, y en una primera escena de enfrentamiento, en el camposanto. Todo parece listo para disfrutar de una amistad a primera vista, como suele suceder entre, a priori, sañudos duelistas.
Arístides Antúnez, alias Abdul Simbel, Benito O’ Donnel, Pierre Mérimée, Lucas Vasallo… Larry Po, en su más popular alter ego, funciona como un comodín en toda la historia. Con la doble empresa de ganar la amistad de Lino, de segunda intención, y pagar una deuda a Maruja, comienza el investido consejero a conducir los interiorismos de ‘el Mago’ por los meandros de ‘la Reina del Feeling’, que además demanicure se confiesa con el bolero en las noches tipográficas de Lino. En el sondeo de esta exégesis se construye la madeja fílmica que, a flashazos, interpela a una búsqueda anterior e incansable: ¿dónde y quién es Esther?
Me conmueve una escena que es toda representativa de las tensiones entre el mundo gutenbergiano y un poster dedicado a Maruja que comienza a cobrar vida –como por fruición metafísica- y que representa el aura artística tomada por lascivos jóvenes liados a la diva. El machismo de un lado y el estereotipo cabaretero de otro, se asocian para iniciar un derrumbe progresivo de la imagen doméstica de Maruja desde su viudo. Y la gloria de mujer honorable, se va a los cielos, o mejor, a los infiernos, tras comprobar antecedentes de un Paraíso bajo las estrellas, transtextualidad viva a través del director, y de irreconciliable naturaleza con el mundo unidimensional de la imprenta.
Quiero ahora emprender un corchete que encierra otra moral estética a la que Lino debe sobreponerse. Su optante nuevo amigo, Larry Po, es resultado, dentro de sus mudas, de una composición visual que trasunta metrosexualidad, rara de arrogarle a Molina. Observemos la oreja argollada de Larry, sobre todo cuando juega a ser bohemio parisino, o cuando encarna a Abdul, con maquillaje que acentúa sus moriscas órbitas oculares. Por supuesto, Larry es además de cuidadoso de la estética –de lo que un buen artista presumiría-, mujeriego documentado, y esto último es lo que no sacude los preceptos bastante ortodoxos de Lino. La ‘conquistoteca’ o ‘diario de campaña amorosa’, eróticamente detenido en el número 69 de las mujeres pretendidas por Larry, confirma el falocentrismo de su cronista, y un buen nexo de unión con el Mago. Larry ha amado rabiosamente a sus 69 mujeres como las partituras de una sinfonía, pero prescinde de una clave perdida, en alguna parte, Esther. Lino, por su cuenta, ya no sabe con quién estuvo casado, a quién le compartió su vida.
La conjunción Lino-Larry se debate con la peligrosidad de las antítesis y en cine pudiera plantear la encrucijada de qué patrón de vejez varonil cubana pretende convencer la cinta. Entre la ortodoxia vetusta y la heterodoxia mozuela, quizás estaría la mirada más aceptada, sin pretender la robotización de Lino y la descompostura de Larry que plantea un nuevo duelo: vejez moral vs. vejez pueril. Y a veces la ridiculización excesiva de Arístides conlleva a eso, al enfrentamiento categorial. Sin embargo, el suceso dramatúrgico no me distrae la capacidad electiva como espectador ni enjuiciaría a la tremenda el mensaje global.
Es interesante la trayectoria que propone Chijona y que, con base en la entrevista, plantea similitudes inobjetables con el recorrido del héroe en el análisis filmológico. Lino se empina por caminos peliagudos, en la compañía de su tutor, a descubrir la identidad bífida de su fallecida esposa. Confieso mi sintonía con este método y mi alegría al descubrir la muestra elegida de entrevistadas (Eslinda Núñez, Elsa Camp, Paula Alí, Alicia Bustamante, Verónica Lynn). Sin embargo, y sin resultas pesantes, se poda demasiado los métodos de obtención de datos, y los indagadores padecen la suerte de nunca haber estado desconectados, sobre todo Lino –paciente de inopia- de las vidas de personas como Rosa Rosales, de la cual añade hasta su paradero en Santovenia. Estimo que se precipitan aquí los contenidos en detrimento de una calidad intersticial que no siempre aconseja la elipsis, sabidos los lentos metabolismos sociales de la tercera edad.
Impecable Eslinda como cabaretera y como portadora de la cizaña que bordea el mundo artístico, sobre todo a las mujeres artistas, y que no estereotipa, llanamente representa. Su confesión, la de Elenita Ruiz, tiene la trascendencia de ser la primera en la cadena y también de marcar un obstáculo en el esclarecimiento del lado oculto de su mejor amiga. Al atizar la duda de hallar episodios oscuros en la vida de Maruja, de intentarse una búsqueda más abismática, está sirviendo un conflicto de evitación-evitación en Lino que pudiera comprometer su actitud detectivesca. Claro está, un amor aún más fuerte que la más proteica de las dudas propala la historia con la verdad, por ingrata que fuere.
La cinta aventura cierto encogimiento para actores de probado histrionismo. Observar a Laura de la Uz, o al propio Luis Alberto García tapizando una escena en la que posan, con la misma facilidad que pasan, es lamentable. Estimo que el empleo de actores jóvenes como ellos, pero consagrados a la par de los más sólidos bastiones de la cinta, no aporta sin una debida caracterización de personajes. Como tampoco una fotografía que debió atemperarse más a la atmósfera seminostálgica, propuesta desde el tema.
Pudiera atraparse en el amor y la amistad las pretensiones temáticas de la película, pero solo si a estos se les endilgan cuestiones como el desgaste marital, la emancipación de género (visto como mujer, como tercera edad, como individualidad e identidad sexual), y cierta descomposición social que no se constriñe al universo juvenil. Paula Alí, incrustada en la maquillista de Maruja, Julieta Cañizares, pone en vilo un fenómeno en potencia pubescente. La clave sociológica que se ha escogido es la de presentar a una ‘mujer alegre’ a los 70’ de su existencia, que por un lado sacude estructuras de pensamiento conservador, y con el mismo filo blande, en despróposito paradójico, la disipación que adolece el mundo del arte. La incontenible Cañizares es un suero de adrenalina en las venas de Lino pero, ¿cuánto puede ayudarlo una relación fugaz y fácil en la purificación de su Maruja, cada vez más perdida en los estereotipos del cabaret, con los que no siempre se reconcilia la película? Únicamente como relación diódica, como convincente reanimación del ‘estar vivo’. Julieta, sin embargo, es la responsable de aportar a la sabiduría de Lino una importante nota crítica: (refiriéndose a Larry) “Adora una mujer que no existe, Esther”. La enmienda agrega un tono poético y la presencia de la incógnita mujer asciende a la metáfora: ¿Es Esther el amor perdido, más allá del nombre? Aparecen indicios.
El metraje no es agorero, pero tampoco divierte en esencia. Determinarlo genéricamente en la comedia es zanjarlo como tesis social de la vejez. Presumo que hay una intención en él por perforar el mito de lo viejo como decadente y estéril, pero sus ingredientes a veces cosquilleantes lo inmovilizan de sus enseñanzas. La separación del costumbrismo pudiera ser un eje emancipador, pero suceden con frecuencia los pliegues y repliegues a esta matriz productiva de la cinematografía insular.
La exploración femenina y las rutas hacia sus confines son temas fetiches o focos delirantes en el cine cubano (Lucía, Retrato de Teresa, Miel para Oshún), y para Eduardo Eimil –guionista- resulta de presentarlos al alcance de la mano, en inesperada oposición al suspense. Esther, no es éter, está indizada en el directorio telefónico, vive en Arroyo y frente a su casa ocurre el momento más climático de la cinta. De la escena se deducen las verdades mejor guardadas y también las menos latentes: llevar dos vidas, como lo hizo Maruja, es más intenso que cargar con una vacía. ‘La Reina del Feeling’, no solo jamás traicionó a Lino con hombre o mujer algunos, más bien renunció a su lirismo por mantener la única vida posible, junto a las artes gráficas, como titulada Reina del Acrílico.
“A Lino le faltó jugar”. Cierto es que su capacidad lúdica y flexibilidad siempre reconocieron la miopía y nunca fueron parte integrante de la comunidad matrimonial de bienes, ni se pusieron a prueba. Lino tampoco estaba preparado para tales subjetividades antes de conocer a Larry, su antípoda y conciencia externa. Nuestro Mago, bien colocado en su mote, menos emuló la personalidad de su difunto amigo, ni comulgó con el espejeo de identidades, pero qué le queda si para cumplir su nueva promesa tiene que jugar y, jugando a ser Larry, como disponía el testamento artístico, conoce a Esther.
Sobre la filosofía del final prefiero atesorar el impulso que le imprime a la vida. De otra interpretación vendría el peligroso juego de suplantar identidades y/o hacerlo como si el intercambio de roles aligerase el peso de vivir (añadido el perjuicio de la inconstancia y el falso entusiasmo de la idea). Cuando afirmo que la vida es un teatro o gran escena, no significo la encarnación arbitraria de personajes. Hablo de personalidades que buscan engranarse en los espacios y estructuras dispuestas por otros que se han ido. Larry vivía anchamente, con la holgura quizás del día del juicio final porque ya se sabía procesado. Transmitir a Lino su cosmogonía fue el medio elegido para conectarlo a la vida. Inducirlo a la plétora amorosa con Esther, la elección de propiciar un buen amor a un, por él, amancebado amigo. La vida enEsther…, más que la muerte, constituye un personaje capital. Es una escena de un espectáculo mayor que debe, como la máxima obliga, continuar. No acaba nunca.
Esther…, toma distancia de la meseta cubana, de la machacada cotidianidad muchas veces traída por las carencias que muestra un refrigerador y cocina desahuciados, recogidos indistintamente por el cine. Se concentra, eso sí, en las personas que muchas veces dirigen esos espacios, nuestros abuelos. Por eso prefiero hablar de Esther en el corazón cuando la película cambia comida por sentimiento. Un timonazo espiritual que la hace un ejemplar lozano, entre tanto empantanamiento discursivo, entre tanto cine anquilosado.
Fuente: www.cubacine.cult.cu (02/04/2013)