Fragmento inicial de la novela Esther en alguna parte o El romance de Lino y Larry Po.

Primer acto

…y el corazón como un antiguo salón abandonado.

                                                         Virgilio Piñera

LINO CATALÁ quería tanto a Maruja Sánchez que le gustaba hasta verla envejecer. La primera vez que dijo esa frase fue el 23 de noviembre de 1953, en el cuarto del hotel Sevilla donde pasaría la noche de bodas, y resultó cuando menos una confesión prematura pues ambos acababan de cumplir 23 años. Luego la repetiría en cada cena de noche buena, en cada brindis de cumpleaños y en cada aniversario del matrimonio.” ¡Te quiero tanto, Maruja, que me gusta hasta verte envejecer!” Sin embargo, esa tarde de 1978, al celebrar un cuarto de siglo juntos en la casa de siempre, ella le dijo que por fin la declaración comenzaba a tener sentido: “Dale que dale con lo mismo. Lo conseguiste: hoy me siento una anciana”. Maruja siguió ordenando los discos del armario, ahora con el arrojo de quien acomete una tarea impostergable. Se veía pequeñita sentada en el suelo sobre un cojín de terciopelo, las piernas abiertas y los hombros encogidos en un gesto que podía sugerir indiferencia pero que él leyó en su justa soberbia: era de hastío.

Lino se fue acercando a su mujer, haciendo equilibrios sobre las juntas de los mosaicos. Necesitaba un asidero, aunque fuese el débil soporte de una línea recta a ras del piso. La queja de Maruja se había pegado en su rostro como una de esas telarañas que de pronto te sorprenden cuando exploras a tientas un sótano oscuro; por un segundo no puedes, no sabes, no alcanzas a desprender la red de tus mejillas. De pómulo a pómulo, desde el nacimiento del cabello hasta el barranco del mentón, la sanguijuela del miedo te somete a su capricho y te impide regresar a la puerta de entrada —o más bien a la de salida. No deja de ser una situación ridícula. Lino se detuvo a una cuarta de su esposa y miró con benevolencia sus antebrazos huesudos, los codos acartonados, los dos rizos canosos que se enroscaban tras su oreja izquierda; olfateó entre fragancias de acetonas y pinturas de uña ese tufo rancio, a escapulario, que destilan las hembras cansadas de estar cansadas, resignadas, mal queridas. Sin calcular las posibles consecuencias, se atrevió a apretarle la nuca, una caricia que había tenido éxito cuando de novios ellos iban al cine Negrete a ver los estrenos de la semana y que con el tiempo se convertiría en un ritual secreto al que ambos apelaban si resultaba preciso dar o pedir perdón.

­—Perdóname— dijo.

Maruja traqueó las vértebras verticales para decir “sí” y no verse en la obligación de soltar un reproche: de seguro se arrepentiría en cuanto se pusiera en pie. También se consideraba responsable de tanta fatiga acumulada. Sin mucho ánimo, fue al cuarto y buscó en el escaparate el vestido color rosa, de escote redondo, que le permitiría lucir el collar de perlas plásticas que Lino acababa de regalarle en una bolsita de lienzo, amarrada con un pelo de estambre; él optó por una guayabera azul, con bolsillos profundos, ideales para colgar el presente de su esposa: dos plumas checas, una de punta y otra de fuente. Maruja se terminó de acicalar en el baño. Volvieron a encontrarse en la sala. Lino consultaba un diccionario. Ella le picó en el hombro con la mano.

—Me duele un poco la cabeza. Salgamos de esta ratonera, anda.

—¿Y a dónde vamos? —dijo Lino al pisar la acera.

La acera. La calle. La esquina. La noche. No había mucho que hacer en La Habanade los años setenta, salvo caminar, caminarla. Eso hicieron. Tenían cuatro destinos posibles: La peña del viejo Café Buenos Aires, La Rampa, el Malecón y el Paseo del Prado, únicos puntos cardinales que frecuentaban en la complicada brújula de la ciudad. Eligieron el último. En fecha tan señalada, acostumbraban recorrer los escenarios de su noviazgo, riesgoso ceremonial al que se sometían noviembre tras noviembre aunque supieran, por decepciones anteriores, que ese peregrinaje por los santuarios del amor podía terminar en el empedrado callejón de la amargura. Bajaron San Lázaro tomados de las manos y subieron entre los leones del Prado sin hacerse el menor reclamo. Cerrado por reparaciones, se leía en la marquesina del cine Negrete. Lino y Maruja se sentaron en una banca. Eran dos aves de corral sobre el filo de un muro. Las paredes del hotel Sevilla estaban barnizadas por el salitre. Desde el solar de enfrente se oía una grabación de Moraima Secada. La voz de La Mora raspaba sus narices en rachas discontinuas.

—Nunca te he dicho, Lino, pero me hubiera gustado cantar en un bar. Un bar chiquito, elegante. Me imagino recostada a un piano de cola, con una copa de crema de menta en la mano. Las luces se reflejan en la laca del piano. Llevo un chal sobre los hombros porque el aire acondicionado está muy fuerte. Un bolero. Tampoco pido mucho, Lino: un bolerito. Perdóname conciencia, querida amiga mía…

—Mi amor, tú cantas lindo cantidad.

Maruja cruzó las manos tras la nuca, aleteando los codos:

—¿Escuchas? Es ella, ¿verdad? ¡Moraima Secada, La Mora! Óyela, Lino, ¡esa china está acabando! ¡Acabando!

Maruja cerró los ojos. El péndulo de la cabeza dijo “no” como un compás de solfeo.

—¿No qué, Maruja?

—Yo no canto.

—Claro que sí… Te oigo todas las mañanas desde el cuarto.

—Que no, chico. No fastidies. Cantar en un bar es otra cosa.

—¿Cómo qué?

—Como desnudarse en público, supongo.

A lo lejos, las olas explotaban contra el muro del Malecón en abanicos monumentales y fugaces.

—¿Hace frío? Tengo frío. Abrázame. Debí traer el chal. No se me quita este dolor de cabeza.

Lino le pasó el brazo sobre los hombros. La voz de La Mora dejó de oírse, disuelta entre las detonaciones del mar. Maruja sopló la noche y comenzó a cantar sin grandes vuelos: Perdóname, perdóname conciencia. Razón sé que tenías, pero en aquel momento todo fue sentimiento, la razón no valía… No, la razón no valía… No, no, no, no la razón no valía… Y se quedó callada.

—Mujer, ¿tú has sido feliz conmigo?

Maruja vino a responderle al cabo de dos horas, sentadita en el borde de la cama.